Kingdom Come: Deliverance, Ese Gran RPG Realista

Os propongo un ejercicio: debemos imaginar que viajamos, cual máquina del Tiempo, a la Edad Media, al Reino de Bohemia a principios del siglo XV. O mejor aún, que, como en Assassin’s Creed, nos montamos en una máquina, el Animus 2.0, y recurrimos a «nuestros recuerdos heredados» con la salvedad de que no viajaremos al Renacimiento florentino, sino al Reino de Bohemia bajo-medieval.

Imaginemos, ya que la ficción va muy de eso, que nos «despertamos» en un lugar desconocido: completamente desconocido. En el cual comenzáis a ver cosas que no calzan con vuestras experiencias de vida: bosques por doquier, que os hacen recordar aquel dicho que en una época lejana una ardilla podía saltar de árbol en árbol y así, sin pisar la tierra, cruzar la península ibérica.
Imaginemos que nos movemos, transportados por la magia: flotando, agitándonos. El traquetear de una carreta, que nos porta, nos despierta. Y en ese momento, como si de fuertes estímulos se tratase, nos llegan olores, colores, sonidos que en nuestra vida no calzan. Poco a poco nos levantamos y asomamos nuestra cabeza por encima de nuestra muralla de madera que es la carreta: sentimos un húmedo y verde campo que se pierde a lo lejos, y vemos un verde campo plagado de árboles, de negros troncos y exuberantes hojas estivales.
Asomamos nuestra cabecita y miramos hacia abajo, hacia el terrenal camino: como pasa y se mueve con el rítmico traquetear. Un sonido natural, un leve piar, nos dispara la vista hacia el soleado cielo que nos encandila. Nos tapamos los ojos con nuestro brazo, para que el astro rey no nos dañe. Al enfocar nuestra vista, vemos un bosque colindante al camino: vemos oscuridad, y nuestros ojos rápidamente se acomodan. Y observamos con infantil curiosidad como liebres y gamos se mueven a lo lejos, rítmicamente con el traquetear.


Un grito nos devuelve nuevamente al camino: no tan lejos, encima de un rocoso promontorio, vemos murallas de piedra adornadas con estandartes de colores. Y vemos una puerta. Y mucha gente que va y viene, y nosotros, con el rítmico traquetear nadie nos detiene: entramos a la ciudad de Rataje nad Sázavou.

Un olor a desesperación atacan nuestros nervios olfativos. Llaman nuestra atención. Impregnan nuestra piel. Mendigos, mercaderes y soldados caminan por un laberíntico caos. Ruido, mucho ruido. En las calles se entremezclan olores, colores y sabores, y personas y animales. Pasamos cerca de un cadalso, bajo un cielo abierto: a la izquierda, la Intendencia de la ciudad; a la derecha, un largo camino hacia lo desconocido.
Vamos paso a paso pasando por comerciales fachadas. Particulares. Nuevas, viejas, reflejos de sus propietarios. Nos vamos acercando a una gran construcción de piedra: una campana suena al vuelo, a lo lejos. Se escucha el rechinar de metal y risas. Los soldados ni nos miran.
Salimos por la otra puerta, seguimos nuestro camino, nadie nos despide. Olemos más campos, más verdes, más vidas, todo ello arrullados por las cariñosas manos de personas, en el cual crecen frutas y hortalizas. Dejamos levemente caer nuestro brazo y rozamos yuyos a la vora del camino; y con nuestros desnudos pies también. Un río ronronea cerca, muy cerca.
Se escuchan ladridos a lo lejos, gritos profundos en el bosque abisal. Gritos, alaridos, júblio… ¡Ajá, otro más! Cerca, el río circunvala y se abraza con nuestro camino. Vemos una casa, gente alrededor oradando madera de la orilla. No se dignan a ladrad, a saludar, ni a mínimamente levantar sus laboriosas miradas. Un adusto soldado los vigila: están trabajando.
Traqueteamos por un magnífico puente de madera: del otro lado, como gigante, un molino mueve circular brazo batiendo el agua del río. Huele a mojado y a comida: tenemos hambre del camino. La carreta continúa su camino, traqueteando, ni muy rápido, ni despacio, imparable, sin obstáculos. Una persona nos saluda al paso, dándonos la bienvenida, como si nos conociera…

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