The Legend of Zelda: Breath of the Wild y la pequeñez del ser humano

Por Carles
The legend of Zelda: Breath of the Wild es genial

The Legend of Zelda: Breath of the Wild llegó como el proyecto más ambicioso de la compañía. Avivando la leyenda y recordándonos la pequeñez del ser humano.

The legend of Zelda: Breath of the Wild es genial. Hace poco, terminé de jugarlo. El amplio abanico de sensaciones que tuve, una vez deposité la Swtich en su Dock, no ha resultado ser menos que la del resto de usuarios que lo terminaron en su momento. Aunque debo rectificar que, en todo caso, terminé de solventar la trama principal, dar muerte a Ganon. Por supuesto que proseguiré mis aventuras con Link en las vastas tierras de Hyrule. Todavía sé que me queda mucho por hallar, en cada rincón y en cada bosque. Y ya ni hablemos con la llegada de los dos nuevos DLC que, acompañados de grandes detalles, amplifican mucho más todo el asunto.

Mis más temerarias expediciones, hacia lo más recóndito de Hyrule, fueron impulsadas por la tenacidad de empaparme de toda una nueva aventura. Lo de este Zelda es de locos: prácticamente diría que no tiene precedentes en el ámbito de lo que, para mí, había supuesto, hasta el momento, un juego de Zelda. He fantaseado con la posibilidad de no jugar a otra cosa en todo el año; incluso tras matar a Ganon, pensé que no quería sacar jamás el cartucho de la consola. Gran parte de los acontecimientos que me acompañaron durante la primera vez en Breath of the Wild me evocaron un profundo regreso a mi infancia, uno que resultó fascinante; aunque, eso sí, embadurnado de cierta lucidez que fue creciendo, exponencialmente, a medida que iba jugando.

The legend of Zelda: Breath of the Wild es genial

El último título de la saga al que había jugado, antes de pisar las tierras de el Hyrule que Breath of the Wild nos trae a todos, fue el The Legend of Zelda: Majora’s Mask. Nada que ver una cosa con la otra ¿verdad? Todo aquello que, de un modo u otro, envuelve a este nuevo Zelda me resulta demasiado mágico. Incluso esa curiosa capacidad de reflejar lo diminutos que somos nosotros, las personas, los humanos, frente al gigantesco cosmos que nos rodea. En su mayoría, no somos capaces de percibirlo hasta que escalamos la torre de nuestra consciencia y activamos allí la piedra sheikah.

Todo el sistema que se construye con Breath of the Wild resulta estar perfectamente constituido para hacer honor a su título: el aliento de lo salvaje. Pero hay ciertos matices del juego que, incluso, van más allá. Este Zelda, con este modus operandi, me ha llegando a evocar un profundo sentimiento lovecraftiano frente a algo que parece infinitamente superior a nosotros. No tan sólo la propia naturaleza de Hyrule, sino también en cuanto a seres y civilizaciones se refiere. El propio Ganon, incluso.

Por mucho que seamos «el Elegido», estamos un eslabón por debajo de alguien más. A fin de cuentas, somos humanos efímeros. Somos humanos que, si bien podemos llegar a tener un peso en aquel mundo, y un lugar al que pertenecer (eso sólo se cumple si accedemos a la adquisición de una vivienda), no somos nada comparado con lo gigantesco y extraordinario que resulta todo lo demás, en relación a nuestra existencia.

Asimismo, cabe señalar que gran parte del aglomerado conjunto de aspectos que me promovió «el sentimiento de pequeñez» recae sobre la civilización sheikah, esa civilización que, en gran parte, se desconoce. Al despertar junto a Link, tras el siglo de letargo, nos podemos percatar de que todo cuanto nos rodea (la gran tecnología sheikah, sus singulares símbolos en los muros de las mazmorras, y el curioso alfabeto que principalmente podemos ver en las Torres Sheikah) hace una interesante alegación a esa gran época perdida de la que poca información tenemos. Posiblemente, todo eso ha sobrevivido desde una etapa remota en la que, igual que nosotros, sólo se ha conservado como parte de la poesía y las leyendas mundanas.

The legend of Zelda: Breath of the Wild es genial
 

Estoy seguro de que todos nos sentimos anonadados ante nuestra pequeñez y la grandeza de todo lo existente cuando renacimos y salimos de la primera cámara con Link. La pequeñez del ser humano, frente al cosmos, surca cada pixel en Breath of the Wild. Todo aquello que nos rodea, entre ellos el pueblo Sheikah, lleva adjudicando la autoría a un ser ajeno, desconocido y, por supuesto, casi imaginario para aquellos que lo adoran. Además, Hylia (como Diosa) tiene partes de sí misma infinitas que nacen, viven y mueren (cada representación de Hylia en cada Zelda).

La muerte es el final de esos sujetos y el nacimiento de otros nuevos. Todo está en continuo cambio, nada permanece igual en las distintas líneas temporales cronológicas de las que yo apenas era consciente, hasta ahora. Nosotros, al igual que Link, sin muerte no puede haber vida. No somos eternos, tenemos un final como individuos.

Cada vez que regresemos a Hyrule podríamos aceptar y ser consciente de ese «Todo-cambiante» del que como jugadores somos parte. Pese a ello, esto carece de significado para aquellos que prefieren limitarse a soñar y aceptar la paulatina leyenda como única y singular realidad. Justo como yo antes de pisar el Hyrule que The Legend of Zelda: Breath of the Wild me dio a conocer y el lugar que ocupo en él, no sólo como héroe. El nuevo título de Nintendo ha llegado para quedarse. Sin duda alguna, después de la cantidad de horas que me ha dado se ha llevado mi aprobación como un título excelente, uno que me ha resultado muy especial. Es una obra hecha al detalle, con delicadeza y un mimo maravilloso. The legend of Zelda: Breath of the Wild es genial.

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